Iniciamos la exploración para entender cómo la literatura retrata lo que hoy se conoce como violencia machista con la novela Los recuerdos del porvenir. Elena Garro otorga voz a un pueblo para que relate la violencia del periodo inmediatamente posterior a la revolución mexicana -cebada especialmente contra los cuerpos de las mujeres, de los indígenas y de los perros callejeros. Las consecuencias que el patriarcado deja en las mujeres –ya sea en su individualidad o en la mujer colectiva que formamos- se encarna de manera elocuente en Las medias rojas, de Emilia Pardo Bazán, e Interno con figura, de Cristina Fernández Cubas, dos cuentos que ponen el abuso físico al desnudo. Un abuso que, abrevando de la misma raíz, también se torna desolador cuando carga su ira contra la naturaleza, conquistando territorios o rompiendo el equilibrio de los ecosistemas. En distintos niveles, este intento de dominación de mujer y de atentados continuos contra el medio ambiente hace su aparición en la literatura, a veces primando su representación como territorios sujetos a conquistas y violaciones; otras expresando -desde una mirada ecofeminista- un anhelo de salvación o rebelándose directamente contra las relaciones de poder desigual que permiten su sometimiento. A través de distintos textos literarios (Flor de araribá, Ceniza de ombú, A la sombra de un naranjo y Seda araña), que identificamos como ecofeministas, este artículo repasará cómo naturaleza y mujer reclaman una voz propia para ser sujetas de su presente y futuro.

Nota académica publicada en Cuadernos del CILHA n 34 – 2021 (Dosier: Cartografías culturales: entre efectos y afectos de la violencia de género). ISSN 1515-6125 | EISSN 1852-9615 https://revistas.uncu.edu.ar/ojs3/index.php/cilha

Soy partidaria de subrayar los libros. Pasado algún tiempo nos encontramos con líneas, asteriscos, símbolos de exclamación o interrogación, anotaciones que garabateamos o que escribimos cuidadosamente y que nos permiten acordarnos de aquellas que fuimos; hacer arqueología de la memoria a partir del reflejo de esos vestigios.

Cuando recibí la versión revisada de la Antología poética (1951-1985) de Adrienne Rich -que Visor publicó hace algunos meses- abrí al azar sus páginas y el poema “Orígenes e historia de la conciencia” (incluido en The Dream of a Common Language) inauguró su relectura. Quise creer que el propio poemario me estaba guiando:

“Nadie vive en este cuarto
sin enfrentarse con la blancura de la pared
detrás de los poemas, los estantes de libros,
las fotografías de heroínas muertas.
Sin reflexionar tarde y al fin sobre
la verdadera naturaleza de la poesía. La voluntad
de conectar. El sueño de un lenguaje común”.

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En estos tiempos de distancias, de conversaciones mediatizadas por una variable creciente de aplicaciones en línea, resulta placentero dejar que alguien supla desde las páginas de un libro esa ausencia de conversaciones cercanas, incluso íntimas. Eso es lo que me ha pasado con tres libros de la escritora neoyorquina Vivian Gornick: una los lee pero es como si los escuchara.

Apegos feroces, editado por Sexto Piso y premiado como Mejor Libro del 2017 por el Gremio de Libreros (as) de Madrid entre otros, es sin duda el plato fuerte. Hay una lista abundante, no me atrevería a decir qué tan larga, de novelas que narran distintos aspectos en torno al vínculo maternofilial: baste citar aquí el desgarrador relato de Simone de Beauvoir en Una muerte muy dulce o la mirada muy poco dulcificada de la maternidad que describe Brenda Navarro en Casas vacías.

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La frase del premio nobel islandés Halldór Laxness que Irene Solà elige como cita inicial de su novela Canto yo y la montaña baila (Canto jo i la muntanya balla, en su edición original en catalán) ya nos anuncia la supervivencia del valle, todavía habitado de pasado y espectros, pero donde el sol marca la importancia del ahora, del presente.

Estamos en los Pirineos, entre Camprodón y Prats de Molló, zona de alta montaña y frontera que en la memoria va unida al recuerdo de un exilio doloroso y brutal, de una guerra que dejó restos de granadas y balas reposando en sus bosques. Artefactos que una niña recoge, sedimentos del pasado sobre los que reverdece cada primavera.

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*El 27 de marzo del 2020 se cumplen ocho años de la muerte de la autora.

Si algo me ha enseñado la literatura es su imprevisibilidad. En la vida, enredada, se comunica con un lenguaje que no es fácil de interpretar, pero siempre acaba aportando sentido. Hace unos meses me llegó a casa un libro con los ensayos de Adrienne Rich (Essential Essays. Culture, Politics, and the Art of Poetry)[1]. Solo había leído su poesía y su lectura se convirtió en una revelación.

No era la primera vez que un libro llegara a mis manos cuando más lo necesitaba. Siempre hay algo de voluntad propia escondida en ese gesto, pero preferí fabular, construir el mito, insistir en la casualidad del milagro que solo la literatura era capaz de propiciar. En este caso contó con la ayuda de la escritora y crítica Myriam Diocaretz, primera traductora de los poemas de Rich en lengua española, quien había pedido a su hijo Pablo Conrad, director de la fundación Adrienne Rich Literary Estate de Nueva York, que me lo enviara. En aquellos días recuerdo que Myriam también me hizo llegar el poema Blue Rock que Adrienne le dedicó cuando ella era una autoexiliada chilena en Estados Unidos:

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Ocho de marzo. La reflexión obliga a hacer algo más que asistir a la marcha. Es emocionante ver a tantas mujeres (y cada vez más hombres) reclamando el fin de todas las brechas injustas, pero a veces me entristece que nos pongamos el pin del FEMINISMO con tanta ligereza.

En pocos años, en España, como en otros muchos lugares del mundo, hemos pasado de la denostación del término “feminismo” -que siempre encontró violentos contrincantes en los pliegues del patriarcado- a su utilización por las neoliberales, las monárquicas, las católicas, las empresas que maltratan al medio ambiente o a sus trabajadoras, los partidos políticos liderados por hombres o las asociaciones que defienden la igualdad de oportunidades exclusivamente entre las clases dominantes.

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Celia del Palacio compartió este texto en la presentación de Los huecos de la memoria, en el marco de la FILU de Xalapa (Veracruz, México).

Los huecos de la memoria, de Raquel Martínez-Gómez, es una narración de dos vidas paralelas en dos diferentes tiempos. Dos mujeres que por ventura se encuentran a través de la literatura a pesar de que dos o tres décadas separen sus vidas. Vidas, que como se dice en la novela, “se repiten en un círculo interminable y a la vez, cada una es excepcional y por ello vale la pena recuperarla del olvido, para rescatar las ruinas del presente”.

La lectura de este libro despierta muchas emociones gracias al uso preciso del lenguaje, a las imágenes oníricas y a la sobriedad para narrar la historia de amor, el dolor lacerante y la esperanza.

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El pasado 23 de mayo presenté la novela Ceniza de ombú en Montevideo. Comparto en este blog el prólogo.

(extracto del cuaderno de Helena, página 77)

No tiene sentido para un biólogo analizar a un ente viviente fuera del periodo que le toca vivir. Tampoco lo tiene para una biógrafa. ¿Cómo resistir entonces esta ceguera? Equilibristas permanecen sobre hilos de seda, aunque a su alrededor se amontona la basura, desechos venenosos, ruedas cuadradas que empujan hacia un precipicio sin marcha atrás. Apenas van quedando sitios de donde sujetar las puntas que sostienen sus privilegios. La vergüenza empieza a rociar los palacios, los neumáticos pinchados son aderezos de un escenario desolador. El simulacro tiene un límite, el lujo es tan vulgar como las preguntas impertinentes y vacías de los programas televisivos. La carcoma va corroyendo las fronteras de la opulencia, nunca más serán aplaudidos los fantasmas de esta descomposición.

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Uno de los grandes temas de la literatura, según escribe Bárbara Kingsolver en Conducta migratoria (Flight Behavior), es el hombre contra el hombre y contra sí mismo. “¿Podría el hombre estar alguna vez a favor de algo? –se pregunta Dellarobia Turnbow, su protagonista, mientras la escritora nos muestra una humanidad pasiva a la que le falta valentía para enfrentar la amenaza del cambio climático.

La novela de Kingsolver transcurre en una granja de los Apalaches donde de repente aparecen millones de mariposas monarca. La primera vez que Dellarobia presencia los racimos que forman cree que se trata de una enfermedad de los árboles pero, en realidad, lo que está viendo es un indicio más del anticipo de la pérdida: un incendio sin fuego en el que también arderá su mundo.

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El pasado desaparece, su vórtice candente colapsó y

se evaporó, el ser humano sigue el curso de su vida.

Le rodea lo cotidinano.

Todo a su alrededor es corriente, excepto su memoria.

Svetlana Alexiévich. La guerra no tiene rostro de mujer (pág.169)

Suena de nuevo ese ruido que nos hace daño, nos trastoca. Quizás dure algunos días su eco, tal vez incluso tengamos la oportunidad de demostrar que podemos ser mejores. “Vivimos tiempos inciertos” –escuchamos en las tertulias, a los vecinos que siempre se adelantan a dar las primicias más lúgubres. El horror, que creíamos que era ajeno y no cotidiano, aparece de repente en nuestras calles en intervalos de tiempo que sentimos más cortos.

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