Juan Carlos Onetti escribió que un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre: “La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal…” (Dejemos hablar al viento). Las lecturas estivales y la creación vuelven a instalar interrogaciones que, lejos de resolverse, amenazan con otras dudas que retomo en este blog.

Al final de El hombre que amaba a los perros, la excelente obra de Leonardo Padura que relata el asesinato de León Trotsky a manos de un Ramón Mercader sometido a los dictámenes del estalinismo, un narrador travieso recién desenmascarado introduce una cuestión clave: “¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y la utopía pervertida?”.

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Te imagino existiendo en la eterna frustración de tantos desaciertos…

Myriam Diocaretz

Intentar ligar la literatura con las inquietudes que nos acechan, con tantos desaciertos de la realidad, NO significa meter la literatura, que por definición es inasible, en una caja de zapatos.

De la literatura, como ejercicio que tiene en la libertad su principal valor, seguramente emanan las mejores representaciones del poder humano y sus miserias (recientemente encontré un buen ejemplo en Bandidos, del chileno Rafael Ruiz Moscatelli). Disiento, por lo tanto, con aquellos que temen o etiquetan de panfleto a la literatura que refleja porciones de la realidad o reinventa pedazos de mundo.

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La literatura siempre ha revelado una cierta relación entre los seres humanos y la naturaleza y, en algunos casos, ha transmitido una visión sobre ella (acuden a la cabeza inmediatamente los Románticos). Existe, de hecho, una “literatura de la naturaleza”. Y existe una disciplina, no tan joven, la Ecocrítica, que aplica su capacidad de análisis sobre esa relación entre la literatura y el medio ambiente.

Entre las lecturas recientes, me viene a la mente la fuerte presencia de la naturaleza en la “muchovendida” (tomo prestada la palabra a Ramón Buenaventura) Trilogía de Baztán, escrita por Dolores Redondo. El río Bidasoa, los bosques y montes del Valle de Baztán, donde se asoman, recogidos de las mitologías vasco-navarras, seres como el basajaun, el guardián del bosque (así se titula el primer volumen de la trilogía), y la mari, personificación de la madre tierra, reina de la naturaleza. Y en el terreno de “los clásicos”, puedo mencionar a Miguel Delibes y su Señor Cayo, con quien me reencontraba este verano: un ejemplo cercano de lentitud y de buen vivir, con todo mi respeto por el sumak kawsay andino.

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