El pasado desaparece, su vórtice candente colapsó y

se evaporó, el ser humano sigue el curso de su vida.

Le rodea lo cotidinano.

Todo a su alrededor es corriente, excepto su memoria.

Svetlana Alexiévich. La guerra no tiene rostro de mujer (pág.169)

Suena de nuevo ese ruido que nos hace daño, nos trastoca. Quizás dure algunos días su eco, tal vez incluso tengamos la oportunidad de demostrar que podemos ser mejores. “Vivimos tiempos inciertos” –escuchamos en las tertulias, a los vecinos que siempre se adelantan a dar las primicias más lúgubres. El horror, que creíamos que era ajeno y no cotidiano, aparece de repente en nuestras calles en intervalos de tiempo que sentimos más cortos.

Los agujeros del horror abren sus precipicios bajo nuestros pies. El discurso racista y fundamentalista de quien puede convertirse en presidente de EEUU; el integrismo del ISIS y su amenaza de califato excluyente y asesino; la vergüenza del vecchio continente de dejar a la deriva a miles de refugiados; los pecados de las potencias que apoyaron durante décadas el islamismo radical o lo alentaron; la destrucción del medio ambiente; el patriarcado que sigue adosado a las mentes… ¿Qué esperar cuando en los países que creímos modelo de tolerancia ganan espacio los discursos más insolidarios y nacionalistas?

Todos estos argumentos podrían respaldar la hipótesis de esos tiempos inciertos, pero habría algo de impostado si tratáramos de argumentar aquello de que cualquier tiempo pasado fue mejorLa literatura está ahí para recordarnos otros momentos o geografías de agujeros de horror, siempre tan incomprensibles como probables.

La lectura de La guerra no tiene rostro de mujer, de la última premio Nobel de literatura Svetlana Alexiévich, me ha permitido hacer más llevadero el presente. Encontramos argumentos para no juzgarnos peores que nuestros antecesores y corroborar que el progreso es un entorno fallido. Es cierto que somos capaces de consensuar agendas de desarrollo ambiciosas en el seno de las Naciones Unidas, pero a la vez damos pasos atrás en la evolución hacia un buen convivir con otros seres con los que compartimos el planeta.

Uno de los agujeros más profundos del siglo XX fue la II Guerra Mundial. Los relatos parecían todos contados, pero la escritora bielorrusa tuvo la paciencia y la ocurrencia de amplificar la voz de un millón de soviéticas que participaron en una de las conflagraciones más sangrientas de todos los siglos. Esos relatos se adentran en sus miradas particulares del drama y la violencia. De nuevo nos sorprenden.

Distintas narraciones muestran la guerra desde la juventud de mujeres solidarias que sienten que su destino está ligado al de muchas otras personas. Hay un engaño cruel de partida: el de pensar que tienen más que ver con quienes son de donde ellas han nacido.

La máquina de propaganda estaba bien afianzada, el sentimiento nacionalista se manipulaba: “Nosotras no necesitábamos ahondar en cómo éramos (…). Nos educaron en la idea de que éramos uno con la Patria” (pág.87). Ese es otro fundamentalismo que hace más iguales a las personas, a pesar de que se esté en distintos bandos.

La guerra no deja espacio para comprender al prisionero que cae preso, todo se convierte en patria totalizante, excusa para la muerte, para ese horror que solo se combate desde el recuerdo, desde el relato que hacen aquellas que lo vivieron. La obligación de odiar, el miedo a ser persona, a mirar al otro.

Pero Alexiévich nos muestra las grietas que se abren en ese muro desde las miradas de esas mujeres. Los trajes de los soldados les quedan demasiado grandes, las botas de hombre les provocan heridas por no estar hechas con hormas adaptadas a sus pies. Lo cierto es que hay una violencia que ellas detestan, desde otra sensibilidad, que hace que hasta critiquen a sus compañeros soviéticos cuando perciben la violencia masculina, incluso contra el enemigo, como intolerable.

Tan deplorable como la que ven en los alemanes cuando el soldado arrebata a un bebé de los brazos de su madre mientras le da el pecho para molerlo a golpes o cuando presencian la brutalidad contra sus compañeras violadas y exhibidas salvajemente empaladas después de ser torturadas y asesinadas.

Alexiévich argumenta esta diferencia de mirada entre hombres y mujeres, pero eso no significa que no haya pluralidad de cantos y escalas:

“Ellas -¿cómo explicarlo bien?- extraen las palabras de su interior en vez de usar las de los rotativos o las de los libros, toman sus propias palabras en vez de coger prestadas las ajenas. Y solo a partir de sus propios sufrimientos y vivencias. Los sentimientos y el lenguaje de las personas cultas, por muy extraño que parezca, a menudo son más vulnerables frente al moldeo del tiempo” (pág.15).

Su mirada no es la misma, como tampoco lo es el resultado de ese horror. Cuando la guerra termina, después de servir con su juventud como carne de cañón, el patriarcado hizo que a aquellas mujeres fueran estigmatizadas, que fueran tratadas como no se merecían: “…como las chicas del frente, unas cualquiera que habían estado con los hombres…”.

Los seres humanos somos capaces de abrir un agujero de horror, pero también son nuestros pequeños gestos los que descorren un sortilegios que hace posible taponar el hueco que todo lo absorbe. En el relato de Alexiévich, que es confeccionado de manera caleidoscópica a través de ese coro de testimonios, vemos como los gestos de las combatientes van cerrando el precipicio. Sus acciones, contra todo pronóstico, les acercan al otro, a quien han sentido tan diferente. Una de ellas comparte el pan con los prisioneros alemanes vencidos:

 “Yo estaba feliz… Estaba feliz porque no era capaz de odiar. Me sorprendí a mí misma…” (pág.105).

Este es un relato de uno de tantos agujeros del horror con los que se escribe la historia de la humanidad. Y todos emanan una pestilencia intolerable. Una de las ex combatientes, Anastasia Ivánovna, le dice a Alexievich:

“Usted es escritora. Invéntense algo. Algo bonito. Sin parásitos ni suciedad, sin vómitos… Sin olor a vodka y a sangre… Algo no tan terrible como la vida…” (pág. 242).

Pero pese a esta frase, los lectores de este testimonio seguramente no puedan dejar de admirarse por esa fortaleza, por esa capacidad para celebrar la vida de quienes han contribuido a poner fin a ese horror. Nosotras también estamos a tiempo de cerrar los agujeros presentes, de estar al lado de la tolerancia y la cultura de paz que son las mejores armas contra cualquier fundamentalismo, porque como bien decía una enfermera soviética al sentir compasión por uno de los heridos alemanes:

“(…) no sería capaz de pegar a un prisionero por el mero hecho de que está indefenso. Lo importante es que cada uno tomaba sus propias decisiones” (pág. 189).

* Las citas han sido extraídas de la siguiente edición: Svetlana Alexiévich: La guerra no tiene rostro de mujer, Debate, Buenos Aires, 2015.

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