Iniciamos la exploración para entender cómo la literatura retrata lo que hoy se conoce como violencia machista con la novela Los recuerdos del porvenir. Elena Garro otorga voz a un pueblo para que relate la violencia del periodo inmediatamente posterior a la revolución mexicana -cebada especialmente contra los cuerpos de las mujeres, de los indígenas y de los perros callejeros. Las consecuencias que el patriarcado deja en las mujeres –ya sea en su individualidad o en la mujer colectiva que formamos- se encarna de manera elocuente en Las medias rojas, de Emilia Pardo Bazán, e Interno con figura, de Cristina Fernández Cubas, dos cuentos que ponen el abuso físico al desnudo. Un abuso que, abrevando de la misma raíz, también se torna desolador cuando carga su ira contra la naturaleza, conquistando territorios o rompiendo el equilibrio de los ecosistemas. En distintos niveles, este intento de dominación de mujer y de atentados continuos contra el medio ambiente hace su aparición en la literatura, a veces primando su representación como territorios sujetos a conquistas y violaciones; otras expresando -desde una mirada ecofeminista- un anhelo de salvación o rebelándose directamente contra las relaciones de poder desigual que permiten su sometimiento. A través de distintos textos literarios (Flor de araribá, Ceniza de ombú, A la sombra de un naranjo y Seda araña), que identificamos como ecofeministas, este artículo repasará cómo naturaleza y mujer reclaman una voz propia para ser sujetas de su presente y futuro.

Nota académica publicada en Cuadernos del CILHA n 34 – 2021 (Dosier: Cartografías culturales: entre efectos y afectos de la violencia de género). ISSN 1515-6125 | EISSN 1852-9615 https://revistas.uncu.edu.ar/ojs3/index.php/cilha

La frase del premio nobel islandés Halldór Laxness que Irene Solà elige como cita inicial de su novela Canto yo y la montaña baila (Canto jo i la muntanya balla, en su edición original en catalán) ya nos anuncia la supervivencia del valle, todavía habitado de pasado y espectros, pero donde el sol marca la importancia del ahora, del presente.

Estamos en los Pirineos, entre Camprodón y Prats de Molló, zona de alta montaña y frontera que en la memoria va unida al recuerdo de un exilio doloroso y brutal, de una guerra que dejó restos de granadas y balas reposando en sus bosques. Artefactos que una niña recoge, sedimentos del pasado sobre los que reverdece cada primavera.

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El pasado 23 de mayo presenté la novela Ceniza de ombú en Montevideo. Comparto en este blog el prólogo.

(extracto del cuaderno de Helena, página 77)

No tiene sentido para un biólogo analizar a un ente viviente fuera del periodo que le toca vivir. Tampoco lo tiene para una biógrafa. ¿Cómo resistir entonces esta ceguera? Equilibristas permanecen sobre hilos de seda, aunque a su alrededor se amontona la basura, desechos venenosos, ruedas cuadradas que empujan hacia un precipicio sin marcha atrás. Apenas van quedando sitios de donde sujetar las puntas que sostienen sus privilegios. La vergüenza empieza a rociar los palacios, los neumáticos pinchados son aderezos de un escenario desolador. El simulacro tiene un límite, el lujo es tan vulgar como las preguntas impertinentes y vacías de los programas televisivos. La carcoma va corroyendo las fronteras de la opulencia, nunca más serán aplaudidos los fantasmas de esta descomposición.

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Uno de los grandes temas de la literatura, según escribe Bárbara Kingsolver en Conducta migratoria (Flight Behavior), es el hombre contra el hombre y contra sí mismo. “¿Podría el hombre estar alguna vez a favor de algo? –se pregunta Dellarobia Turnbow, su protagonista, mientras la escritora nos muestra una humanidad pasiva a la que le falta valentía para enfrentar la amenaza del cambio climático.

La novela de Kingsolver transcurre en una granja de los Apalaches donde de repente aparecen millones de mariposas monarca. La primera vez que Dellarobia presencia los racimos que forman cree que se trata de una enfermedad de los árboles pero, en realidad, lo que está viendo es un indicio más del anticipo de la pérdida: un incendio sin fuego en el que también arderá su mundo.

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La literatura siempre ha revelado una cierta relación entre los seres humanos y la naturaleza y, en algunos casos, ha transmitido una visión sobre ella (acuden a la cabeza inmediatamente los Románticos). Existe, de hecho, una “literatura de la naturaleza”. Y existe una disciplina, no tan joven, la Ecocrítica, que aplica su capacidad de análisis sobre esa relación entre la literatura y el medio ambiente.

Entre las lecturas recientes, me viene a la mente la fuerte presencia de la naturaleza en la “muchovendida” (tomo prestada la palabra a Ramón Buenaventura) Trilogía de Baztán, escrita por Dolores Redondo. El río Bidasoa, los bosques y montes del Valle de Baztán, donde se asoman, recogidos de las mitologías vasco-navarras, seres como el basajaun, el guardián del bosque (así se titula el primer volumen de la trilogía), y la mari, personificación de la madre tierra, reina de la naturaleza. Y en el terreno de “los clásicos”, puedo mencionar a Miguel Delibes y su Señor Cayo, con quien me reencontraba este verano: un ejemplo cercano de lentitud y de buen vivir, con todo mi respeto por el sumak kawsay andino.

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