En estos tiempos de distancias, de conversaciones mediatizadas por una variable creciente de aplicaciones en línea, resulta placentero dejar que alguien supla desde las páginas de un libro esa ausencia de conversaciones cercanas, incluso íntimas. Eso es lo que me ha pasado con tres libros de la escritora neoyorquina Vivian Gornick: una los lee pero es como si los escuchara.

Apegos feroces, editado por Sexto Piso y premiado como Mejor Libro del 2017 por el Gremio de Libreros (as) de Madrid entre otros, es sin duda el plato fuerte. Hay una lista abundante, no me atrevería a decir qué tan larga, de novelas que narran distintos aspectos en torno al vínculo maternofilial: baste citar aquí el desgarrador relato de Simone de Beauvoir en Una muerte muy dulce o la mirada muy poco dulcificada de la maternidad que describe Brenda Navarro en Casas vacías.

Pero si en algo me ha parecido singular Apegos feroces es por la honestidad con que la escritora se presenta al explorar la complicada relación con su madre, aunque sea consciente de que sus inhibiciones “son sorprendentemente similares”, “unidas en virtud de haber vivido una dentro de la esfera de la otra” casi la totalidad de sus vidas.

Descendiente de una familia de emigrantes judía llegada a Nueva York procedente de Rusia, el Bronx se convierte en ese espacio que concentra el universo infantil de Gornick; es allí donde se manifiestan los primeros embates de ese apego. La familia dispone de un apartamento que da a la calle pero la escritora no puede dejar de recordarlo como si hubieran habitado en “la parte de atrás”. Desde sus paredes, la madre escucha lo que acontece en el callejón y lo traduce al espacio íntimo del hogar, lo que provoca la fascinación de su hija.

Gornick evoca a sus vecinas: mujeres que nunca hablan como si supiesen quiénes son y tampoco como si comprendieran el trato que han hecho con su vida. La niña las escucha, se impregna, crece a imagen y semejanza de esas mujeres. Una de sus vecinas, la señora Kerner, se expresa como si cada retazo de experiencia solo estuviera esperando “que se le dé forma y sentido a través del milagro del discurso narrativo”.

Gornick ha empezado a auscultar la ciudad a partir del coro de mujeres que puebla ese edificio y su necesidad de historias ya no podrá parar. Los hombres quedan en un segundo plano, quizás solo para aludir a ese mundo masculino que pone las reglas, que nos condiciona, que en su dominación ha relegado a las mujeres a vivir en la parte de atrás.

Nueva York vuelve a ser el universo en La mujer singular y la ciudad, pero ahora Gornick nos lleva a lo que considera su verdadera capital: Manhattan. Paseamos juntas y ella comparte sus intercambios con su madre, con su amigo Leonard, con una trotskista nonagenaria o con cualquiera que el azar pone a su paso. En la plática percibimos de nuevo esa preocupación por la “patológica insatisfacción” que le impide vivir la vida plenamente, quizás porque nada le salió como esperaba. Por eso se aferra a una ciudad que es capaz de curar cuando la escritora comunica con ella. Va recogiendo los retazos de otras historias pasadas donde las calles sanaron la depresión crónica, aliviaron la soledad o provocaron la felicidad.

Gornick amplifica las voces de las viandantes, como la de una viejita que le cuenta a su amiga que el papa –el de la iglesia de Roma- ha hecho un llamamiento al capitalismo para que sea amable con los pobres del mundo y la otra le pregunta: “¿Y qué ha contestado el capitalismo”, a lo que la primera responde, “Por ahora nada”. Porque es en ese conjunto de voces, en esa mezcla de intereses, donde llega a la conclusión de que la mayoría de la gente que habita Nueva York lo hace porque necesita muestras de expresividad humana a diario:

“En muchas ciudades del mundo, la población está asentada sobre siglos de cajones adoquinados, iglesias en ruinas, reliquias arquitectónicas (…). Si has crecido en Nueva York, tu vida es una arqueología no de estructuras, sino de voces, que también se apilan unas sobre otras, y que tampoco se reemplazan unas a otras”.

Seguimos a la escucha de su prosa en Mirarse de frente, donde califica al talante como el principal secreto que acompaña a una buena conversación. Engarzamos mente y espíritu al ritmo de sus palabras, convirtiendo la experiencia de leer en un acto que va más allá: en un anhelo de entender el pulso de la vida. Ya sin ninguna duda del placer que Gornick siente hacia la escritura hablada, es la coherencia más que la contradicción la que la lleva a referirse a la naturaleza superior de escribir cartas:

“Cada vez que las ganas de escribir una carta mueren nonatas en mí, estoy haciendo el mundo contra el que despotrico. Dejo en la estacada al impulso narrativo. Dejo que prevalezca el ruido”.

Uno de los regalos que nos hace en Mirarse de frente es compartir su reflexión sobre lo que significa para ella el feminismo, recreándose en una idea que ya hemos escuchado en los dos libros anteriores: la contradicción irresoluble entre tomar conciencia del daño que nos hace el amor romántico y el miedo que nos da renunciar para siempre al mismo.

“Tanto en política como en el amor, sigue siendo uno de los grandes misterios de la vida: la disposición, ese momento en que los elementos se alean en la medida justa para materializarse en un cambio interior”.

Concluye reconociendo que es cuando resiste al romance, “cuando miro sin parpadear toda la cruda verdad que puedo asimilar”, cuando tiene más de sí misma, cuando “el feminismo vive en mí”.

Para cerrar Mirarse de frente vuelve a las calles de Nueva York. Ella ha recogido esa gran performance que produce la suma de cada persona en su actuación diaria en el espacio público. La escuchamos a la par que la leemos y no deja de sorprendernos su habilidad para la anticipación:

“Las calles dan fe del poder del impulso narrativo: su capacidad infinita de adaptación en los tiempos más inhóspitos. ¿Que la civilización se parte en dos? ¿Que la ciudad ha perdido la cabeza? ¿Que este siglo es surrealista? Muévete más rápido. Corre para encontrar cuanto antes la trama.”

* Esta reseña se refiere a tres títulos de Vivian Gornick publicados recientemente por Sexto Piso y traducidos por Daniel Ramos Sánchez (Fierce Attachments: A Memoir como Apegos feroces); Raquel Vicedo (The Odd Woman and the City: A Memoir como La mujer singular y la ciudad) y Julia Osuna Aguilar (Approaching Eye Level como Mirarse de frente).

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