Uno de los grandes temas de la literatura, según escribe Bárbara Kingsolver en Conducta migratoria (Flight Behavior), es el hombre contra el hombre y contra sí mismo. “¿Podría el hombre estar alguna vez a favor de algo? –se pregunta Dellarobia Turnbow, su protagonista, mientras la escritora nos muestra una humanidad pasiva a la que le falta valentía para enfrentar la amenaza del cambio climático.

La novela de Kingsolver transcurre en una granja de los Apalaches donde de repente aparecen millones de mariposas monarca. La primera vez que Dellarobia presencia los racimos que forman cree que se trata de una enfermedad de los árboles pero, en realidad, lo que está viendo es un indicio más del anticipo de la pérdida: un incendio sin fuego en el que también arderá su mundo.

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Juan Carlos Onetti escribió que un hombre con fe es más peligroso que una bestia con hambre: “La fe los obliga a la acción, a la injusticia, al mal…” (Dejemos hablar al viento). Las lecturas estivales y la creación vuelven a instalar interrogaciones que, lejos de resolverse, amenazan con otras dudas que retomo en este blog.

Al final de El hombre que amaba a los perros, la excelente obra de Leonardo Padura que relata el asesinato de León Trotsky a manos de un Ramón Mercader sometido a los dictámenes del estalinismo, un narrador travieso recién desenmascarado introduce una cuestión clave: “¿Me preguntaron a mí, le preguntaron a Iván, si estábamos conformes con posponer sueños, vida y todo lo demás hasta que se esfumaran (sueños, vida, y hasta el copón bendito) en el cansancio histórico y la utopía pervertida?”.

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El pasado desaparece, su vórtice candente colapsó y

se evaporó, el ser humano sigue el curso de su vida.

Le rodea lo cotidinano.

Todo a su alrededor es corriente, excepto su memoria.

Svetlana Alexiévich. La guerra no tiene rostro de mujer (pág.169)

Suena de nuevo ese ruido que nos hace daño, nos trastoca. Quizás dure algunos días su eco, tal vez incluso tengamos la oportunidad de demostrar que podemos ser mejores. “Vivimos tiempos inciertos” –escuchamos en las tertulias, a los vecinos que siempre se adelantan a dar las primicias más lúgubres. El horror, que creíamos que era ajeno y no cotidiano, aparece de repente en nuestras calles en intervalos de tiempo que sentimos más cortos.

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En los inicios de este siglo XXI, Rubén Bertomeu conduce por las calles de una pequeña ciudad del Levante español. Hace mucho calor. En la radio comentan algo sobre  el cambio climático pero “a quién le importa”, piensa mientras vive pasando de un ambiente climatizado a otro.

Del calor habla en estos momentos la emisora local (…) Hay que remontarse a los años cincuenta para encontrar una sucesión de días con temperaturas tan elevadas. Se trata de la segunda ola de calor del verano(…) A ti, todo esto ya te da igual, Matías, y a mi me aburre la cháchara(…)

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Se trata de despertar a la serpiente dormida

y enroscada tres veces y media en el chakra inferior

y dirigirla hasta el chakra superior.

Sólo así podrá unirse el cuerpo y el espíritu.

Fui payasa en Nueva York durante quince años después de dejar Buenos Aires siguiendo a Bruno. Actué tan bien durante todo ese tiempo que llegué a creerme que no me gustaba el trapecio. Me equivoqué sobre muchas cosas: que los proyectos de él eran los míos y que cualquier decisión que tomara en mi vida debía de contar con su beneplácito. Pude ser trapecista, pero elegí ser payasa para no hacerle sombra, para no competir con él. Pensé que bastaba tenerlo a mi lado para ser feliz. Sin duda, me equivoqué.

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Te imagino existiendo en la eterna frustración de tantos desaciertos…

Myriam Diocaretz

Intentar ligar la literatura con las inquietudes que nos acechan, con tantos desaciertos de la realidad, NO significa meter la literatura, que por definición es inasible, en una caja de zapatos.

De la literatura, como ejercicio que tiene en la libertad su principal valor, seguramente emanan las mejores representaciones del poder humano y sus miserias (recientemente encontré un buen ejemplo en Bandidos, del chileno Rafael Ruiz Moscatelli). Disiento, por lo tanto, con aquellos que temen o etiquetan de panfleto a la literatura que refleja porciones de la realidad o reinventa pedazos de mundo.

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La literatura siempre ha revelado una cierta relación entre los seres humanos y la naturaleza y, en algunos casos, ha transmitido una visión sobre ella (acuden a la cabeza inmediatamente los Románticos). Existe, de hecho, una “literatura de la naturaleza”. Y existe una disciplina, no tan joven, la Ecocrítica, que aplica su capacidad de análisis sobre esa relación entre la literatura y el medio ambiente.

Entre las lecturas recientes, me viene a la mente la fuerte presencia de la naturaleza en la “muchovendida” (tomo prestada la palabra a Ramón Buenaventura) Trilogía de Baztán, escrita por Dolores Redondo. El río Bidasoa, los bosques y montes del Valle de Baztán, donde se asoman, recogidos de las mitologías vasco-navarras, seres como el basajaun, el guardián del bosque (así se titula el primer volumen de la trilogía), y la mari, personificación de la madre tierra, reina de la naturaleza. Y en el terreno de “los clásicos”, puedo mencionar a Miguel Delibes y su Señor Cayo, con quien me reencontraba este verano: un ejemplo cercano de lentitud y de buen vivir, con todo mi respeto por el sumak kawsay andino.

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Han venido de todos los rincones del altiplano. Los hombres y las mujeres. Algunos han traído sus rebaños. Otros han traído las bestias que han abandonado los criollos y los españoles al huir hacia La Paz por el miedo que tenían. Han llegado de muy lejos y de muy cerca para juntarnos todos. Para buscar la protección de los achachilas. Hemos venido aquí para que nos acompañen. En fila hemos venido. Uno detrás del otro. Murmurando apenas. Hemos hecho una larga espera para subir todos desde Tahuapalca. Hace frío, pero el sol quema. El viento agita los ponchos verdes y rojos de los hombres. Los mantos de las mujeres. Se ve la procesión desde muy lejos. Es hermoso distinguir a tantos hombres y mujeres subiendo a lo alto de la montaña. En silencio, formando una línea desde el más hondo valle hasta la punta afilada de las rocas. Pisando ya casi el corazón mismo de la eterna nieve. Sólo se oye la respiración agitada de los más cansados. O el grito de algún cóndor que vuela en las alturas. Una línea como una serpiente que se arrastra sigilosa. Hemos venido a anunciar a los dioses nuestra lucha, porque nos hemos unido para rebelarnos. Hemos atravesado todo el altiplano. Hemos seguido la ruta de las llamas. Unos han venido desde el mismo lago, desde Huarina, otros de los campos que se abren junto a los ríos. Unos han salido de los ayllus y otros de las haciendas. De otras wak’as sagradas han venido. Primero fue una mujer la que comenzó a caminar; al preguntarle un hombre hacia dónde iba, se unió con ella para seguir su paso. Después se les juntaron otros dos. Algunos más al tener noticia de su destino. Pronto fueron una decena de mujeres y de hombres. Y así se animaron muchos más. Vinieron también sus hijos y sus hijas. Ya eran unos cientos. Unos cientos que se juntaron con otros cientos hasta hacerse miles. Caminando, haciendo marcha y dejando huella entre las redes de los siqis para que otros puedan también venir más tarde, cuando toda la tierra se encienda como una hoguera, como un incendio liberador y no quede piedra sin arder y no quede muro sin derribar. Vienen para presentar sus ofrendas, sus regalos al gran apu, al sagrado apu del Illimani, al dios todopoderoso, para que con su aliento frío nos dé toda su fuerza, y nos haga invencibles. Estamos invocando al Achachila. Ha llegado nuestro tiempo. En la cumbre hemos hablado con los que ya se fueron, con los que ya no están sino en la montaña. Hemos encontrado al hijo de esta tierra capaz de rebelarse con nosotros, capaz de alzar su puño, capaz de conducir y gobernar a su pueblo. A la hija de estas aguas hemos venido a proclamar también. Y estamos aquí para que sientan el duro valor de su gente que con ellos violentamente se levanta. Porque él es Julián, el Tupac Katari, la serpiente que relumbra, la que nos trae la luz desde la oscuridad y el conocimiento del mundo de abajo. Y ella, la Bartolina, es el aire que nos une al universo, la que nos hace parte del sol, la luna y las estrellas. Él la simiente que fecunda la tierra. Ella la naturaleza que al atardecer nos indica el camino. En la montaña se guarda nuestro ajayu más profundo. Habiéndosenos salido del cuerpo, ha vuelto para recuperar la vida.

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Ellos, los dueños de los días

actúan por la vía láctea con prisas de tijeras.

“Lluvia de estrellas” (María Ángeles Maeso)

Las lecturas y relecturas del verano quizás nos han ayudado a alimentar esperanzas mientras contemplábamos como el retrato del mundo cabía en una playa. Recoger las botellas y los plásticos que otros dejan abandonados en la arena es inevitable cuando nos avergonzamos, ante el mar y la naturaleza, de algunos de nuestros congéneres.

Tener un buen libro cerca siempre reconforta. Abrirlo desde el papel o el dispositivo electrónico que lo cobija no marca la diferencia más importante, que es la que depende de hacerlo buscando algún sentido a todo cuanto nos rodea. Existe un “ruido de fondo” de la realidad del que una buena novela no puede prescindir (al menos así señalaba Italo Calvino).

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He reminds us that utopia involves fundamental

questions about the human condition and its future,

and he refuses to abandon faith in the possibilities of that future.

Ruth Levitas, The Concept of Utopia

La memoria sigue siendo un sustento para representar el hoy. Perderla es quedarnos inermes frente a la comprensión de la maquinaria del horror y la barbarie, pero también es abandonar los eslabones de la cadena de mujeres y hombres que resistieron sus embates.

La resistencia y su memoria, que devuelven un poco de consistencia a la fugacidad de un tiempo sin esquinas, ha sido recogida a través de distintas manifestaciones, siendo la literatura, pese a todas sus predicciones de muerte, la que sigue hilvanando los relatos explorando de forma más precisa en sus contradicciones. Quizás por eso, João Guimarães Rosa señalaba que escribir es una forma de resistencia al olvido, a la pérdida de identidad, a la alienación, como nos recuerda a menudo Mario Delgado Aparaín.

Hanta, el protagonista de Una soledad demasiado ruidosa (Bohumil Hrabal), ha pasado treinta y cinco años prensando papel viejo y su lucha por rescatar de la destrucción las historias que merecen la pena -esas que se erigen frente al monstruo que reparte olvido- aparece como un impulso vital: la intuición de la fuerza que la unión de palabras con sentido contiene. Más que un antihéroe, Hanta se convierte en un fragmento del héroe colectivo que nos recuerda al Montag de Fahrenheit 451, a quien también se le había asignado la tarea de “matar” libros. De alguna manera, los dos encuentran una grieta para salir de su “destino” y unirse a quienes buscan otro orden al mundo que les ha sido dado.

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