El feminismo nació el día que una mujer dijo no a los sometimientos que la dominación masculina imponía. O quizás, lo que dijo fue sí, pero lo hizo con inteligencia, como Sherezade hilaba historias cada noche, para no dejar su destino al albur de un hombre, quien además disponía de su vida desde la superioridad que su inventada condición de rey le otorgaba.

Sería difícil situar el inicio del feminismo, pero ahora que se entiende su legado y se toma conciencia de lo que ha costado cada paso, datar su origen, por ejemplo, en los movimientos sufragistas de principios del siglo XX sería dejar en silencio miles de batallas que las mujeres disidentes libraron frente al patriarcado en espacios públicos y privados. Fueron muchas las dificultades que impidieron que sus ecos y hazañas quedaran grabadas, lo que no pasó con las aniquilaciones de pueblos enteros por hombres que dan nombre a calles, plazas o ponen rostro a sellos.

Quizás es complicado creer que las mujeres tienden menos a la violencia cuando están “al mando”, como imaginó Gioconda Belli en El país de las mujeres, teniendo ejemplos como Margaret Thatcher. Lo que sí está claro es que la falta de visibilidad de las heroínas transgresoras nos lleva a pensar en la huella que las relaciones de poder desigual deja en la historia y nos brinda la oportunidad de poner en valor la disidencia procedente de algunos textos literarios.

Muchos de esos relatos fueron escritos por las propias mujeres hace mil años, como nos recuerda Eduardo Galeano en su texto recopilatorio Mujeres (2015). Dos japonesas: Murasaki Shikibu, quien recreó en Historia de Genji “aventuras masculinas y humillaciones femeninas”, y Sei Shônagon, quien dio nacimiento con su Libro de almohada al género zuihitsu, escribieron “como si fuera ahora”, nos relata Galeano con la maestría que gozan los grandes buscadores y contadores de historias.

En este recopilatorio habla de mujeres “que conmueven por su determinación y su desobediencia constante”: aquellas que a inicios del siglo XIX creaban escuelas laicas y mixtas en Sudamérica; que en esos mismos años pintaban hombres desnudos; comuneras deportadas después de saborear por un instante el derecho a opinar; presas disidentes de distintas dictaduras; mujeres que promovían los métodos anticonceptivos cuando eran tabú… Todas ellas, la mayoría desde el anonimato, pusieron semillas que hicieron crecer la aspiración de igualdad que hoy está instalada entre nuestros valores y utopías. Cuenta historias que amplían nuestra mirada desde una perspectiva humana que redime todo aquello que fue aniquilado por el poder patriarcal.

La dominación de la mujer y su resistencia dio lugar a relatos tan memorables como The Room Nineteen (Doris Lessing). La reducción a estereotipos (monja, puta o esclava) o su marginación por su condición de “bruja” o “loca” encontró en la literatura un espacio para el desafío.

Christine de Pizan en el siglo XIV (L´Epitre au Dieu d`amours), Mary Wollstonecraf (Vindicación de los derechos de la mujer, 1792) y Olympe de Gouges (Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, 1791) en el XVIII dejaron por escrito sus pensamientos y demandas poniendo en peligro su integridad física, como ocurrió con de Gouges, quien fue guillotinada en 1793.

En 1889 Elizabeth Corbett escribe New Amazony, una utopía feminista similar a la de su coetáneo Edward Bellamy. Una mujer despierta en el año 2472: el éxito del movimiento sufragista ha permitido la conformación de una sociedad utópica. También en el ámbito de las letras hindúes, a principios del siglo XX, Rokheya S. Hossein (Sultana´s Dream) escribe sobre utopía y feminismo.

Las mujeres participan en las revoluciones y luego se les desplaza. La escritura aparece así como el testimonio de los esfuerzos y la opresión. Robespierre prefirió devolver a las mujeres a la vida privada y, de paso, segar algunas cabezas. A prisión domiciliaria -nos recuerda Eduardo Galeano en Mujeres– estaban de alguna manera condenadas las mil quinientas que invadieron el Parlamento egipcio en 1951 demandando el derecho al voto. Las “primaveras árabes” acabaron siendo más bien un largo invierno para muchas mujeres que participaron en las mismas, lo que ya ha tenido su reflejo en el ámbito de la ficción (La Voz ascendente. Género y creación tras las revoluciones árabes).

Los riesgos de ser mujer, desafiar al poder y además dejarlo por escrito fueron variando, pero no tanto para que muchas creadoras se vieran forzadas a disfrazarse de “otro” e incluso tuvieran que aguantar como el mejor halago que “escribían como hombres”. Los críticos lo hicieron con Elena Soriano después de que la censura franquista le impidiera publicar La playa de los locos porque su protagonista mujer acaba suicidándose, algo que para la moral nacionalcatolicista y el machismo de la época era intolerable.

A todas estas escritoras les hubiera gustado seguramente tener los principios de las Guerrilla Girls sobre las mujeres creadoras en su escritorio (The Advantages of Being a Woman Artist).

La producción de ideas fundamentalistas sobre la mujer sigue siendo el corsé que impide la liberación de todas las formas de machismo. Si la literatura de hoy continúa reflejándolas es porque perviven; y si las pone en duda o descompone, es porque la permanencia de construcciones que van en contra de los propios valores que esgrimimos (piensen en los derechos humanos), ofrecen a las creadoras/es abismos donde explorar.

La literatura “que transforma” tiene entre sus ingredientes más sugerentes la reformulación de los marcos castradores que reproducen estereotipos que han encadenado a las mujeres a lo largo de los siglos. Los relatos transformadores han cimentado un cambio que todavía es lento en unos casos y en otros da pasos para atrás.

La dependencia o la falta de libertad siguen aprisionando a esas mujeres como en The Yellow Wallpaper (Charlotte Perkins) los barrotes que la protagonista imaginaba en el papel de la pared. La emancipación, como escribía Virginia Woolf en su A Room of One´s Own (1929) empezaba por tener dinero y una habitación propia, aunque sabemos que no son suficientes. Las cárceles de la mente a veces pesan como jaulas cerradas que solo un buen relato propio o ajeno, de esos que nos dejan sin respiración, es capaz de ayudar a abrir. El feminismo y su reflejo a través de la creación implica una posibilidad de transformación del mundo.

Cuenta Eduardo Galeano que el día que asesinaron a la revolucionaria Rosa Luxemburgo en Berlín y la arrojaron a las aguas de un canal, ella perdió el zapato. “Rosa –escribe el uruguayo- quería un mundo donde la justicia no fuera sacrificada en nombre de la libertad, ni la libertad fuera sacrificada en nombre de la justicia”. Y concluye apuntando que, esa bandera, como el zapato, es recogida cada día por alguna mano. Muchas de las batallas que tendrán que librarse se mueven en el campo de lo simbólico porque todavía no contamos con las historias y relatos suficientes que nos recuerden que la mitad de esas manos que se mueven para transformar el mundo son de mujeres.

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