Se trata de despertar a la serpiente dormida
y enroscada tres veces y media en el chakra inferior
y dirigirla hasta el chakra superior.
Sólo así podrá unirse el cuerpo y el espíritu.
Fui payasa en Nueva York durante quince años después de dejar Buenos Aires siguiendo a Bruno. Actué tan bien durante todo ese tiempo que llegué a creerme que no me gustaba el trapecio. Me equivoqué sobre muchas cosas: que los proyectos de él eran los míos y que cualquier decisión que tomara en mi vida debía de contar con su beneplácito. Pude ser trapecista, pero elegí ser payasa para no hacerle sombra, para no competir con él. Pensé que bastaba tenerlo a mi lado para ser feliz. Sin duda, me equivoqué.
Él volaba desafiando las leyes de la gravedad y yo, convertida en payasa, hacía descansar los enormes zapatones en el suelo mientras una gran sonrisa de maquillaje desfiguraba mi rostro, tanto como se deformaba mi cuerpo dentro del traje de colores. Aproveché algunas de sus ausencias para hacer piruetas en el aire, para despegar mis alas, ajadas de falta de uso. El leve aleteo que produjeron albergó una duda. Después, oculté las telas con las que me colgaba en los árboles del parque.
Nunca me preguntó sobre mi decisión de dejar el trapecio. Pensé que gracias a ello se acabarían los celos y las presiones, los gritos y los menosprecios, pero la violencia siguió aferrada a otras excusas. Cuando le propuse ser madre, Bruno se negó a compartirme, quería que lo cuidara y, sobre todo, que le ayudara a crecer sobre un trapecio mientras mis suelas desgastada de payasa se hundían más y más en el barro de Central Park.
Conocí a Javier después, en un lugar tranquilo al este de Uruguay, al que huí intentando olvidar los gritos, los ninguneos, los insultos y las violaciones que padecí y que, solo tras mucho esfuerzo y ayuda, pude identificar como violencia. En aquella época ya saltaba por las telas como un chimpancé y solo me bajaba de ellas para sumergirme en el océano Atlántico y sentirme pez. Me resistía a tocar al suelo y la tierra con los pies.
Javier me reconoció y fue despacio, incluso intentó subir a las telas y permanecer a mi lado, pero era muy difícil para él sostenerse en las alturas y, todavía más, seguirme. Las ansias de libertad me habían transformado en un pájaro imbatible que, sin embargo, se asustaba con la crueldad que podía emanar del paraíso, con la fragilidad de la felicidad malentendida, con el fuego egoísta que confundí con el amor. Sólo me dejaba sentir un cuerpo que ya nunca más se arrastraría.
Un día, desde la torre más alta de la laguna Rocha, vi a Javier recogiendo la basura que habían dejado los visitantes del fin de semana en el mismo punto donde el agua dulce se junta con el mar. Me gustó su generosidad con la naturaleza y bajé a ayudarle. La arena, a esa hora de la tarde, todavía estaba cálida. Mis pies se sintieron reconfortados y dejaron que el agua también los acariciara. Javier me explicó que no lo hacía por generosidad, sino por la vergüenza que en ocasiones le causaba su propia especie humana. Yo, que había sido payasa, pero que ahora era pez y pájaro, comprendí muy bien lo que aquella frase significaba.
A partir de ese día, compartimos la mirada desde el cielo, desde el agua, desde la arena y pedimos a las personas que vienen a pasar el día en el lago que disfruten del entorno y sus seres sin dañarlos porque, todas y todos, formamos parte de él.
* Este relato lo he escrito con motivo de la campaña “Mujeres libres, Mujeres en paz. ACTÚA, las violencias de género no distinguen fronteras”, organizada por la Agencia Española de Cooperación (AECID) y la Coordinadora de ONGD-España. Nos sumamos a los “16 días de Activismo contra la Violencia de Género” impulsada por Naciones Unidas, con el objetivo de sensibilizar a toda la sociedad sobre las causas y consecuencias de las violencias que sufren las mujeres y las niñas en el mundo.
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