Te imagino existiendo en la eterna frustración de tantos desaciertos…

Myriam Diocaretz

Intentar ligar la literatura con las inquietudes que nos acechan, con tantos desaciertos de la realidad, NO significa meter la literatura, que por definición es inasible, en una caja de zapatos.

De la literatura, como ejercicio que tiene en la libertad su principal valor, seguramente emanan las mejores representaciones del poder humano y sus miserias (recientemente encontré un buen ejemplo en Bandidos, del chileno Rafael Ruiz Moscatelli). Disiento, por lo tanto, con aquellos que temen o etiquetan de panfleto a la literatura que refleja porciones de la realidad o reinventa pedazos de mundo.

No es que la literatura se convierta en una herramienta de cambio, sino que transformar es una de los valores más altos a los que la literatura puede aspirar, y muchas obras, con intención o sin ella, consiguen, al exponer la evidencia, provocar mutaciones en la mente de hombres y mujeres, que es donde de verdad empieza cualquier revolución que se precie.

Pese a ello, el desencanto y el mal uso que en muchas ocasiones se ha hecho entre arte y compromiso suscita dudas y suspicacias. La literatura, en eso coincido con quienes dudan, no se puede acorralar ni meter en cajas clasificadoras. Pero que exista libertad o no en la creación no depende del tema que la convoca, ni siquiera de la intención de la obra, sino de donde surge el impulso: si es desde el discurso político, desde el encargo publicitario o propagandístico o si procede de una intención comunicativa que nace de lo literario.

En este caso, la literatura es la que elige y está en su derecho de que el resultado de esa gran batalla que se libra en la mente de la narradora o narrador, en su pensamiento, en su trabajo artesanal, en el desafío a sí misma/o en la puesta en duda de sus propios prejuicios, sea una obra que denuncie la explotación de los recursos naturales, la acción del hombre en la ruptura de los equilibrios naturales (como por ejemplo refleja la película china Wolf Totem, de Jean-Jaques Annaud, basada en la novela homónima de Jiang Rong) o la violencia que la reproducción de los estereotipos machistas impone a sus víctimas.

El relato literario es un lugar para disolver los dogmas, para dialogar con esas otras y otros que llevamos dentro de nosotros mismos. Un espacio donde la imaginación tiene un valor incalculable, aunque se parezca tanto a la realidad y sus desaciertos. En sus afluentes y contrapuntos, en la variedad de voces y personajes encontramos también un ámbito donde ejercer la libertad, lo que no es incompatible con que una creadora/or quiera tomar partido, porque de una u otra forma siempre se toma.

La libertad es el valor que convocan escritoras y escritores de todo el mundo cuando se les pregunta qué es para ellos la literatura, pero se corre el riesgo de que, por repetida, la cantinela pierda el verdadero sentir que la inspiró y su sabor se condense, se reduzca a una inercia. Muchos reniegan de ella cuando lo que está en juego son mayores beneficios económicos y más ventas.

Los temas más anodinos, sobre realidades identificables por cualquiera, o los más extraordinarios, como el sado-porno y los vampiros, también pueden ser productos para meter en cajas de zapatos y ataúdes (bueno, los segundos literalmente). La narración queda encorsetada en un modelo, aparentemente redondo, que no nos dice nada del ser humano: ni una intuición vaga de su complejidad ni un susurro de su paso por el tiempo, de su huella. El lenguaje literario se traviste para otro fin, aunque el injerto antinatural es demasiado obvio para que la obra resulte en algo perdurable.

La lectura literaria tiene que ser un desafío, no una droga para evadirse. La preocupación por lo estático, por el discurso único, nos estrangula como seres inteligentes que tratamos de ser. Seríamos poco más que autómatas o marionetas si el lenguaje solo fuera utilizado para las guías telefónicas, los contratos laborales cada vez más precarios, las series televisivas dirigidas desde los gabinetes de relaciones públicas de casas reales para mayor gloria del reino o la casposa mediocridad de los discursos políticos que tratan de convencernos, a fuerza de repetir, de que el gobierno debe de conformarlo el partido más votado (¡por dios, que les den una clase sobre gobernabilidad democrática!).

La realidad exige ámbitos para entenderla desde distintos ángulos y la literatura se convierte por ello en uno de los pocos espacios posibles para ejercer la libertad cuando la maquinaria del dogma pisotea otros mundos en marcha. Sin duda, las intrigas de palacio y los tejemanejes del poder, los grupos de presión que llaman a las puertas de un sistema político cada vez más debilitado, son un buen motivo para la ficción.

Necesitamos el relato literario para comprender cómo se engarzan tantas cuestiones coyunturales con la historia de la humanidad, el relato del pasado con nuestro presente, el relato de la comunidad con el personal. A veces, el entendimiento surge de un matiz, de las pequeñas resistencias cotidianas que, definitivamente, redimen esa otra parte de la naturaleza humana que nos condena.

Se escriben novelas policiales que son capaces de incorporar en su ruido de fondo aquello que deja a su paso el paradigma económico-financiero dominante (Liquidación final, Petros Márkaris) o novelas de intriga que relatan el intento de traficar con derechos humanos básicos como el de la salud y la defensa de la sanidad pública (El comité de la noche, de Belén Gopegui).

¿Son esas voces que tratan de frenar los horrores más atroces y que el arte recoge, las que muchos sienten como incómodas? Hay relatos tan humanos y bellos que no necesitan que se adjetiven. Hay literatura que es eso: literatura; pero que además insufla, desde su complejidad, la fuerza para no callar, para sentir que no estamos solas ante tantos abusos, para seguir trabajando y no dejar que el horror y sus desaciertos acaben ocupando todos los ámbitos de la realidad.

**La referencia a los desaciertos está inspirada en el poema de Myriam Diocaretz, del libro La inquietud de la gaviota (Madrid: Torremozas, 2014, p.36) donde ni dios se salva de ser increpado:

Estimado Dios, II

Con todo mi respeto
si estás en todas partes como dicen,
te imagino existiendo en la eterna frustración
de tantos desaciertos
ven a los territorios de los fantasmas
de todas estas guerras
(adjunto por separado la lista de pueblos y naciones
por ser muy extensa)
acepta que aquí faltan el agua, el pan de cada día,
la conmiseración, y que allá tienes hambre perpetua

observa la violencia y la soberbia al acecho,
el cálculo químico hacia el blando de la ira

sé honesto y escribe en las crónicas de esta tierra:
la vida aquí es incierta
acepta que tu cuerpo entero está enfermo
cada segundo, día, noche aumenta la evidencia
de tu ser imperfecto.

¿Cómo puedes vivir sabiendo todo esto?

*(Reproducido con la autorización de la autora. El poema forma parte de un tríptico).

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